El viaje de cada mañana. Una hora
en el metro que me lleva a mi destino de todos los días. Sin embargo, hoy es
distinto. Hoy no me acompaña él. No me acompaña quien hace que todos mis viajes
me suma en fantasía, que viva otra historia, una historia que no es la mía. Que
viva cosas que sueño y nunca viviré. No me acompaña el que me hace vivir la
vida de otros como si fuera mía.
Exacto, estoy hablando de un
preciado libro.
Hoy las palabras escritas no son
mi compañía, pero lo son otro tipo de palabras. En lugar de leer, hoy me coloco
los cascos en mis orejas, y en lugar de vivir la vida de seres ficticios a
través de unas páginas, observo la de las personas reales que están a mi
alrededor. Cientos de vidas que se cruzan conmigo, que entran y salen de los vagones,
que piensan en sus cosas, que solucionan problemas, que empiezan a tenerlos,
personas que hablan con sus seres queridos, otras que los echan de menos.
Personas que como yo otros días, no se enteran de lo que ocurre a su alrededor
porque, en realidad, están en otro mundo, el mundo de las palabras.
Y así, con “No hay nadie como tú”
como banda sonora, me fijo en diferentes personas que llaman mi atención.
Ese chico que está sentado en
frente de mí, ese chico que está con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en
la pared. Ese chico que solo abre los ojos cuando el metro frena y se despierta
de un micro sueño, aunque, en realidad, tampoco ha sido tan micro, al menos
desde fuera, ya que lleva 4 o 5 estaciones “durmiendo”. Es en este frenazo
cuando abre los ojos, nuestras miradas se encuentran, y yo aparto la vista. Por
dos cosas: la primera porque a nadie le gusta que le miren mientras se queda
dormido en el metro, lo hago por él; y la segunda, porque a nadie le gusta que
le pillen mirando a alguien en el metro; lo hago por mí.
Al apartar la vista del bello
durmiente me fijo en la chica que está a su lado, y me enamoro al instante de la
situación. Es el nuevo amor, el amor del siglo XXI: sonreír abiertamente
mientras miras una pantalla de teléfono. Lee, sonríe y escribe. Repite el
proceso varias veces, varias veces en las que yo me quedo embobada disfrutando
del amor que ella misma está sintiendo. Sé que es amor, no es una sonrisa de
que algo te hace gracia, o una sonrisa que le das a una amiga, es una sonrisa
de amor, y no me preguntéis cómo, pero eso se nota. Levanta la vista, y también
nuestras miradas se cruzan, la situación se repite, pero podemos disimular un
poco mejor, ya que ambas nos levantamos pues hemos llegado a nuestra estación.
Hoy voy con tiempo, subo andando
las escaleras mecánicas, las siguientes las subo parada, disfrutando del tiempo
que me sobra. Luego tengo que bajar unas escaleras de las de toda la vida, y es
aquí cuando me paro a observar a mi tercer protagonista. No dura mucho, puesto
que voy andando, la cosa pasa rápida, aunque aun así me parece que me da tiempo
a saber mucho de él.
Un hombre mayor, recorre el
pasillo, gira la esquina y se para, se para porque observa que las escaleras
que hay ante él no son mecánicas, y no hay opción de encontrarlas a no ser que
vaya al otro extremo del andén. Son unos segundos de reflexión: no sé si voy a
ser capaz de subirlas; venga va que solo son unos 10 o 15 escalones; pero es
que son demasiados y mis rodillas ya no están para estos trotes; tus rodillas
llevan 70 años funcionando, no se van a estropear ahora; pero no es solo eso,
cuando llegue arriba voy a estar jadeante; te vas atrofiar si dejas de caminar o
subir escaleras, son 70 años no 120; a los 120 es donde no voy a llegar; ¿y
quieres pasar el resto de años que te queden sin poder caminar de la mano de
tus nietos?; tienes razón, allá voy. Y así, en unos segundos de debate interno
veo como el hombre se agarra a la barandilla y empieza a subir las escaleras.
Es como si hubiera escuchado todos sus pensamientos, y continúo mi camino hasta
el final del andén con una sonrisa.
Me paro en el andén, en espera
del tren que me llevará a mi destino. Y sigo observando, buscando a mis siguientes
protagonistas.
Y ahí están, son una pareja pero
ellos no lo saben. Un chico y una chica, él muy alto o ella muy bajita. O quizá
las dos cosas. Él lee, ella escucha música, cada uno está en su mundo, no
piensan en el otro, no reparan en su presencia. No se dan cuenta de que están
de pie, parados al lado de alguien, no se dan cuenta de que desde en frente
hacen una pareja divertida. Él está sumido en las palabras, sostiene el libro
entre ambas manos pasando las páginas mientras lleva una mochila a la espalda.
Ella mira a todas partes sin ver nada en realidad, su mirada está perdida,
mueve los labios cantando la letra de la canción que escucha, a la vez que pone
el ritmo con el pie derecho. Ninguno se da cuenta de que los observo, esta vez
no hay cruce de miradas incómodas.
Entonces, sin haberlo visto ni
oído venir, aparece el tren, haciendo que mis dos últimos protagonistas
desaparezcan de mi vista. Haciendo que piense que, como dice la canción, no hay
nadie como tú.
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